El comienzo de un largo día

Posted in Akhesa, Apollonos Superioris, Kaeso, WoD on 21/01/2011 by Phersus

Horrorizada, Akhesa dejó caer el gladius romano y retrocedió, llevándose las manos a la boca.

Había matado a un hombre.

Quizás no fueran sus manos las que habían asestado el golpe fatal, pero había tomado partido en ello; no podía eludir la culpa. Su labio inferior comenzó a temblar, y los ojos se le llenaron de lágrimas. El latino se alzaba lentamente desde la espalda del gigante caído, con las manos empapadas en sangre. La imagen hizo que se le escapara un gemido bajo, angustiado, que atrajo la atención del hombre. Cuando se acercó, ella se encogió como un animal herido. Le estaba hablando, pero no entendía lo que le decía. Akhesa estaba muy lejos de allí, con la mirada fija en el creciente charco de sangre, que manaba de la terrible herida del cuello. Sangre oscura en aquella penumbra, sangre perezosa que manaba lentamente ahora que el corazón había dejado de latir.

(…)

Kaeso se acuclilló al lado de la joven egipcia lentamente. No parecía entenderle en latín, aunque en el almacén de su padre había respondido en el idioma romano con soltura. No sabía cómo actuar con ella, parecía traumatizada o algo así. Quizás fuera el primer combate a muerte que había visto. Pero por los testículos de Hércules, ¿qué podía hacer con ella? La recordó en el mercado, con la sonrisa en los labios y la negra melena ondeando a cada paso, y su mano se movió por iniciativa propia acercándose a la cabeza de la muchacha. La visión de la sangre manchando sus dedos, empero, le hizo retirarla y limpiársela en el faldellín reglamentario. Luego se quedó inmóvil, lleno de frustración. Ni siquiera sabía cómo se llamaba.

Mi… ¿Señora? –pronunció vacilante, en un egipcio con marcado acento. Nada. Ella seguí mirando al cadáver con aquella expresión ausente. Kaeso se movió, interponiéndose entre el macabro espectáculo y ella. Lo intentó de nuevo– Mi señora… me… ¿oír?

El sonido del idioma nativo pareció devolvierla poco a poco a la realidad. Ella le miró, y a Kaeso le dio la impresión de que era todo lágrimas y ojos verdes, verdes, verdes. Ella sollozó, y de nuevo la mano del hombre actuó por su cuenta, enjuagando las lágrimas que corrían por aquel rostro que se le antojaba celestial. La piel de la joven era suave como la seda, y sus manos de legionario parecían de esparto en comparación. Carraspeó, incómodo, y retiró la mano.

Mi señora –Sin duda era irónico; Lepidus había insistido en que aprendiera los rudimentos de aquel idioma áspero y primitivo para complacer a la nobleza egipcia, y la primera vez que intentaba hablar con alguien así resultaba ser la hija de un carpintero. Con esfuerzo, prosiguió – Deber marchar… ¿nos? Salir. Rápido.

Ella calló, y ya se temía que iba a seguir en silencio cuando murmuró algo.

¿Qué? –Mierda, eso se le había escapado en latín. Pensó arduamente en las palabras egipcias- ¿Qué… dicho?

– Eudet. –Replicó ella, y esta vez Kaeso alcanzó a entender el nombre del comerciante de grano. Era uno de los contactos de su hermano- Ha sido Eudet. –Repitió ella, con mayor fuerza en la voz y creciente rabia en los ojos.

¿El…? –Ah, por los cuernos de Juno, no recordaba la maldita palabra en egipcio. Al Inframundo con tanta estupidez; si ella había hablado en latín en el almacén de su padre, volvería a hacerlo. Continuó en latín, hablando con exagerada lentitud y recalcando cada golpe de voz, como haría con un niño pequeño- ¿El… comerciante?

Ella le miró, al parecer extrañada ante su actitud.

– Sí, el comerciante de grano que tiene la tienda cerca de la muralla de la legión.

La frase había sido íntegra en latín y expresada perfectamente, sin vacilación alguna. Únicamente persistía un leve rastro de acento egipcio, que le daba una entonación que a Kaeso se le antojó exquisita. El legionario se sintió estúpido, y sintió un súbito ardor en la cara. Carraspeó.

Bien, eh. Bien. Ejem… ¿y porqué?

Esa rata asquerosa regateó conmigo el precio del grano –siseó ella, con la rabia calentándole las mejillas y alejando el trauma- y como no pudo estafarme, envió a su guardia para que sacara todo lo que pudiera.

– ¿Tienes… alguna prueba de que es cierto lo que dices?

¿Crees que me habría dejado salir si yo le hubiera estafado? –Respondió ella; parecía genuinamente sorprendida- ¿Con esas dos montañas de músculo que le rodean a todas las horas?

Gran verdad, reflexionó el romano, pero no era precisamente eso lo que se le había pasado por la cabeza; una muchacha tan bella, haciendo… negocios… con un obeso comerciante rico… se sacudió aquellos pensamientos de la cabeza. Si era tal como decía ella, Eudet se había pasado de la raya. Quizás fuera hora de meterle en vereda.

Bien. Ahora quiero que me escuches atentamente. – La tomó de los brazos, y se aseguró de que ella le mirara a los ojos. Recalcó cada instrucción con vehemencia- Debes salir de aquí, alejarte lo más rápido que puedas sin correr; esto es muy importante, sin correr –aguardó a que ella asintiera para continuar- y olvidar este incidente. –Al adivinar la réplica de ella, él se anticipó- Yo me encargaré de Eudet, y de que no vuelva a molestarte. Tienes mi palabra. En el futuro, hazme los encargos de grano a mí y yo me encargaré de tratar con él.

Ella le dirigió una mirada que no fue capaz de descifrar.

Es muy importante que no digas nada de esto. A nadie, ni siquiera a tus padres. Si se enteran, se crearán tensiones que podrían afectar a -mi hermano- la legión, ya sabes cuántos contactos tiene Eudet, y no queremos que… –que Lepidus vea en complicaciones a uno de sus principales apoyos en esta ciudad- se altere el orden. ¿Has oído acerca de lo que ocurrió con la XXII Deiotariana, verdad? –Ella asintió- Pues tiene a todas las legiones en pie de guerra. Sobresaltos es lo último que necesitamos.

La joven pensó acerca de sus palabras, y finalmente asintió lentamente con la cabeza. Él la ayudó a levantarse, manteniéndose a su lado de forma que le impedía la visión del muerto en el camino hacia la salida. Se detuvieron en el umbral del almacén, y se contemplaron en silencio. Por Afrodita, era preciosa. Embrujadoramente bella. Aquellos ojos deliciosamente rasgados… Kaeso tensó las mandíbulas, y asintió con brevedad. Ella pestañeó y bajó la mirada, y se dio la vuelta para salir.

¡Espera! –su mano había cogido veloz el brazo de la muchacha. Incómodo por la vehemencia de su voz, carraspeó y la soltó de inmediato- No sé tu nombre.

Me llamo Akhesa, mi señor. –Respondió ella, realizando una leve reverencia- Hija de Didia el ebanista, mi señor.

– Sí. Yo…

– Kaeso Valerius Nasica. –Le interrumpió ella.

Eh, si. Así es.

Ella asintió, toda gracia y belleza a pesar del polvo que la cubría, al tiempo que se pasaba la mano por las mejillas, tratando de difuminar los surcos de las lágrimas. Él asintió, y se dio bruscamente la vuelta. Lo que iba a hacer, debía hacerlo rápido, y salir de allí sin demora.

(…)

Akhesa caminó con naturalidad, como el latino le había dicho, hasta que estuvo a aproximadamente dos estadios de distancia. Entonces rompió a correr, con los ojos anegados de lágrimas y esquivando las figuras borrosas que se cruzaban en su camino sin dedicarles una segunda mirada. Atravesó el mercado y salió a los campos de cereal en su camino hacia el río. Desesperada, corrió hacia el recoveco que las muchachas usaban para jugar, rogando por que no hubiera nadie a aquella hora. Se sentía sucia y el pensamiento de que su madre o su padre pudieran sonsacarle la verdad la agobiaba lo indecible, haciéndole que pareciera costarle más respirar.

Tuvo suerte; no había nadie allí, y sin pensárselo dos veces se sacó el sencillo vestido de lino y corrió por el pequeño muelle. Sin frenarse, dio un salto y se sumergió con gracilidad en el agua. Estaba fresca, y tras un corto rato se sintió entumecida. Volvió a la orilla, y se dedicó a frotarse vigorosamente las piernas y los brazos. Finalmente, se echó agua a la cara, murmurando súplicas a la dulce Hathor e Isis la hechicera, al valiente Horus y a Hapi, diosa del Nilo. Ella había participado en la muerte, pero había sido por necesidad. Rogó a Osiris que la juzgara con benevolencia y en su desesperación se dirigió incluso a Anubis el Chacal y a Toth, el sabio e implacable dios-ibis de la Balanza. Inspiró y expiró profundamente, y recordó que los antiguos creían que cualquiera que se ahogase en las azules aguas del Nilo pasaba inmediatamente a las Praderas de Occidente. Vería así al abuelo y a la abuela… Un escalofrío trepó por su columna.

No estaba preparada para pasar al Du’At. Desde luego que no.

Tenía la piel de gallina cuando salió por fin, pero se sentía más tranquila. Una nueva mirada a su alrededor le confirmó que no había nadie por allí, así que se encaminó hacia el vestido que había dejado tirado sobre los juncos. Fue cuando iba a ponérselo cuando sus ojos descubrieron dos pequeñas manchas rojas en la parte baja. Mordiéndose los labios con angustia, miró en torno a sí misma de nuevo, temiendo irracionalmente que alguien estuviera vigilándola. Luego se acercó hasta el agua, y frotó vigorosamente hasta que las manchas desaparecieron. Se puso el vestido húmedo, y lo alisó nerviosamente.

“Sí, bajé hasta el río. Necesitaba refrescarme un poco después del mercado, mamá” pensó. Forzó a sus labios a formar una sonrisa alegre, y se puso en camino hacia su casa. Mientras caminaba, se retorcía nerviosamente las manos. Hathor velara por ella, iba a ser un largo día.

(…)

La lona que cubría el umbral fue bruscamente apartada a un lado, y Kaeso Valerius entró con porte arrogante en la tienda de Eudet. El obeso comerciante estaba sentado tras el escritorio, haciendo cuentas con la ayuda de un ábaco. La mirada que alzó traicionó brevemente su desencanto al reconocer al legionario.

¿Te pillo en mal momento, mercader? –Le espetó bruscamente. En latín, por supuesto.

La sonrisa obsequiosa y servil que el corrupto mercader reservaba para su hermano y superiores retorció obscenamente los labios de Eudet.

Mi señor, en absoluto. Qué gran placer, qué gran placer – Respondió Mientras comenzaba a ponerse en pie trabajosamente. Un gesto seco del legionario cortó el movimiento.

– No es necesario. –La mirada del romano estaba fija en el segundo kushita, tan grande como el anterior y tan inmóvil como una estatua de ébano pulido. ¿Qué les daban de comer para que crecieran como mulos, por Plutón? Los brazos eran tan gruesos como arbolillos jóvenes – No es una visita de cortesía.

– ¿Ah? Bien, mi señor, bien. ¿En qué puedo ayudarle?

Kaeso volteó violentamente el saco que llevaba en la mano izquierda, que golpeó la mesa con seco impacto. Algo dentro del saco dejó escapar un tintineo metálico, y cuando el romano volcó el contenido sobre la mesa, las dos enormes manos del kushita y los dos brazaletes dorados de sus bíceps aparecieron ante Eudet y el otro negro. El obeso egipcio abrió desmesuradamente los ojos, y la colosal estatua que montaba guardia a su lado cobró vida al instante. La inmensa mano se cerró en torno a la empuñadura de la cimitarra y la desenvainó en un parpadeo. Sólo una rápida orden en el bárbaro idioma de los negros salvajes aquellos, pronunciada por un Eudet que se había quedado pálido como la cera, contuvo el ataque.

Mi señor… –la palidez daba un tono cetrino a su cara, pero Kaeso se dio cuenta de que el pulso del comerciante no temblaba al recoger los dorados brazaletes manchados de sangre- ¿Qué significa… esto?

El romano se inclinó sobre la mesa, empujando despectivamente el ábaco a un lado y endureciendo la mirada.

– Significa que basta de estupideces. No vuelvas a meter mano donde no te llaman, porque no sabes hasta dónde alcanza la sombra de mi familia. –Clavó el puñal que había aparecido repentinamente en su diestra sobre la mesa, con violento golpe- No vuelvas a tocar a Akhesa.

Sin esperar respuesta, el romano se dio media vuelta y salió a grandes trancos de la tienda, dejando a un meditabundo Eudet detrás del escritorio.

Kaeso caminó a largos trancos, sin hacer caso de las patrullas que pasaban a su lado salvo para saludarlas con gesto marcial. Repentinamente, un legionario llegó a paso vivo hasta una de ellas y la abordó. Las palabras “negro enorme” y “manos cortadas” llegaron a sus oídos, pero se limitó a hacer caso omiso, mientras la patrulla partía en dirección al almacén. Kaeso inspiró profundamente, y la posición del sol le recordó que había quedado en pasar por la tienda de su hermano.

Flexionó los dedos, cerrando y abriendo los puños mientras se abría paso entre la multitud del mercado. Iba a ser un largo día, por la cornamenta de Juno.